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CUENTO DE ALEXANDRA Y SU ABUELO
Antes de morirme, que me lleve a la tumba los aromáticos olores del paseo con mi nieta...

Érase una vez un abuelo peculiar. Sólo sabía hablar de dos maneras: o en broma o en filosofía.

Cuando bromeaba, casi todo el mundo se reía, pero cuando no bromeaba, aparte de oírle buenos días, buenas tardes o qué buen tiempo hace, en cuanto hablaba nadie le escuchaba y todos salían corriendo…

El abuelo poco ameno tenía dos nietecitos. Él era un chico muy rico, que se llamaba Guillermo y tenía 11 años, y ella una chica muy mona que se llamaba Alexandra y tenía nueve...

Un verano, mientras Guillermo se quedaba con sus papás porque tenía muchos deberes que preparar antes de volver al colegio, Alexandra lo pasó con el abuelo poco ameno y con la abuela. La abuela era una señora muy guapa, muy lista, muy animosa y muy jacarandosa, y se levantaba siempre a las cinco y media.

Pues bien, un día cualquiera, mientra la abuela se quedaba en casa preparando merluza rebozada para la comida, la nietecita Alexandra y el abuelo se fueron a dar un paseo. Pero no fueron a un sitio cualquiera. Fueron al paseo que llamaban del Puerto. El Paseo del Puerto tenía exactamente un kilómetro desde la punta acabada en un arrecife recogido, hasta el comienzo de una hermosa pérgola cubierta de verdísimo enramado.

El camino era de losetas de pizarra y en el transcurso de él se hallaba un puente de madera belga con balaustrada que salvaba un ancho entrante de la ría. Los paseantes escuchaban trinos que salían de entre las frondosidades sujetas a la escarpada ribera. A veces veían a sus tímidos autores. En otra parte del paseo, la fragancia de seis eucaliptos mezclada con la brisa del mar envolvía completamente el aire que respiraban. Veían cerca a las gaviotas planear y luego posarse en la superficie del agua para descansar…

Charlaban el abuelo y su nietecita Alexandra sobre las cosas y las aves que iban viendo, y sobre otras muchas más, cuando de pronto Alexandra preguntó al abuelo: “Oye, abuelo, ¿qué te gusta más de Galicia?” “Pues a mí me gusta la temperatura que suele hacer. Y ¿a ti?”, le preguntó el abuelo. “Pues a mí -respondió Alexandra-, a mí el olor”. “¿Y luego?”, volvió a preguntar el abuelo. “Pues a mí luego me gusta el mar, y luego la temperatura”.

Siguieron el paseo charlando de lo que más le gustaba a Alexandra: preguntar por los gustos de las gentes con quienes hablaba…

Y cuando llegaron ambos al arrecife, donde el paseo se acababa, para regresar hasta la pérgola, Alexandra le hizo al abuelo una pregunta mágica: “Oye, abuelo, ¿no hay ningún invento que recoja el olor de este momento? El abuelo por unos momentos enmudeció por la sorpresa, y luego le contestó: “Pues no existe ese invento. Pero claro que deberían inventarlo, nenita, pues no es lo mismo el perfume conseguido combinando el aroma de las plantas y las flores, que captar el olor, el aire que respiramos de este preciso momento, como podemos hacer una fotografía o grabar una escena y luego reproducirlas. Es muy raro que habiéndose inventado cosas para el sentido de la vista y del oído, nadie haya pensado en inventar algo para capturar el aire del instante que nos llega a la nariz”. Abuelo, le contestó Alexandra, ¿y por qué no lo publicas por Internet para ver si alguien lo lee y se le ocurre fabricar ese aparato? Pues lo haré, le replicó el abuelo.

Y esto es lo que acabo de hacer. Espero que antes de morirme me lleve a la tumba los aromáticos olores del paseo con mi nieta, más el perfume corporal más apreciado de una persona o de un niño: ése que lo es porque está desprovisto de todo olor.

26 Agosto 2011 - Jaime Richart.

>> Autor: Jaime Richart (27/08/2011)
>> Fuente: Jaime Richart


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