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EL JUEZ Y EL HOMBRE
Reflexiones...

Tengo un amigo que fue juez y no es que ahora, ya retirado, carezca de opinión (doxa) como el común de los mortales, es que sus opiniones tienen para él el valor de ciencia (episteme) acerca de todo cuanto opina.

En eso se nota que sigue prevaleciendo el juez sobre el hombre, y porque jamás titubea. Y, como la duda forma parte inseparable de mi pensamiento cartesiano, esto de no dudar es, para mí, probablemente, el aspecto menos atractivo de mi amigo y por extensión del juez. No hay en su discurso nunca un "quizá" o un "es posible". Se ve que no está muy al corriente de lo que decía Sócrates sobre el sabio, que lo es en tanto sabe lo que ignora, y se adivina que su menester, cuando juzgaba, fue estudiarlo todo pero sin permitirse las medias tintas pese a que no hay ecuanimidad sin término medio. Ahora, aunque pienso que exagera, alardea de que él siempre condenaba o absolvía. Lo que le falta decir es si condenaba "siempre" a las penas máximas...

Pues bien, a él, al amigo, pero sobre todo al juez que no le ha abandonado todavía y por si estuviera ajeno a su razón de ser de lo que fue, van dedicadas estas reflexiones teñidas más de antropología que de sociología, más de análisis que de crítica…

No nos será difícil convenir que el juez pone orden en los conflictos de los individuos entre sí o con el Estado, y en los desórdenes que el individuo causa a la sociedad. Ese orden viene regulado por normas -no nos ruborice apuntarlo- diseñadas por las porciones de sociedad más beligerantes tanto en lo espiritual (la religión) como en lo material (el dinero y la fuerza). La misión del juez es conocerlas y dirimir el conflicto en su función, según su leal saber y entender. Cualquier otro factor o distingos forman parte del embrollo deliberado que los que rigen la sociedad introducen en ella para controlarla mejor a su favor.

Esto sucede en todas las sociedades conocidas excepto quizá en algunas tribus de ignotos lugares de la tierra. Pero una colectividad compuesta exclusivamente por individuos cultos o evolucionados no necesita ni de leyes ni de procuradores ni de abogados. Ni tampoco de jueces. Y en la sociedad donde abundan los ilustrados por fuera y primarios por dentro, si el individuo evolucionado no altera el orden tampoco litiga por derechos a los que renuncia estoicamente en aras de su paz. Estoy seguro de que mi amigo también lo sabe.

En la sociedad atrasada los individuos están al acecho de las leyes, más para burlarlas que para cumplirlas. Y sus decisiones como su moral, cuando la tienen, se relacionan más con ellas que con las buenas costumbres. En todo caso toda ella, la sociedad, (quienes pueden permitírselo) está fuertemente inclinada a litigar. Son ancestrales los estímulos para que el individuo se sienta fácilmente despojado de sus derechos, sean estrictamente personales, económicos, políticos o sociales. Los profesionales viven de eso. Me refiero a los profesionales encargados de confeccionar las leyes, de aconsejar acerca de ellas y de implantar el orden y juzgarlo. Si todos renunciásemos a defender nuestra causa, la mayoría de los que se dedican a hacer justicia, a conformarla y a interpretarla deberían abandonar su actividad. Y es que... como no bastaba la justicia para arruinar a la gente, se inventó el procedimiento.

De aquí hemos de colegir que una sociedad educada y culta en grado superlativo prescindiría de las leyes y de quienes de algún modo las manejan. De aquí que la sociedad de cultura occidental no desee realmente ciudadanos ciertamente cultos y evolucionados. Por ello los más aventajados, esos que conocen bien las triquiñuelas, desdeñan la cultura que suplen por las buenas maneras y la educación por el cinismo. Una sociedad mayoritariamente culta no precisa de esa clase de especialistas; es más, los empequeñece hasta hacerlos irrelevantes y superfluos. Qué envidia vivir allá donde "la justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen; allá donde la ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar, ni quién fuese juzgado"...

La inevitabilidad o la necesidad de leyes y jueces, digámoslo ya, vienen determinadas por la imposición precisamente de juristas, de expertos y de jueces para hacernos la vida sumamente complicada. Expertos a su vez impuestos por las clases dominantes que no son precisamente las más cercanas a la aristocracia del espíritu. No en vano Platón decía que la justicia no es otra cosa que la conveniencia del más fuerte. No extraña que en esta sociedad, para ser imparcial haya que tener mucho dinero en el bolsillo. Tampoco extraña que la injusticia sea relativamente fácil de llevar, y que lo verdaderamente insoportable sea la justicia implantada por los fuertes.

Y encima, cuando la comisión flagrante de un delito por parte de un rey, de quien tiene altas responsabilidades, de las clases adineradas o de las que trafican con el favor debiera ser una agravante, el propio aparato nos recuerda una y otra vez que si la ley es igual para todos no todos somos iguales ante la ley, y entonces esas circunstancias se convierten en atenuantes o eximentes.

Que no se ofenda mi amigo, a quien respeto como hombre y como el juez exquisito que seguro fue dentro de las coordenadas trazadas por esta sociedad. El fue otra pieza más del mecanismo. Lo que no obsta para hacer mías las palabras de Gustave Flaubert: “un hombre juzgando a otro es un espectáculo que me movería a risa si no fuera porque me mueve a compasión”.

Soy tan severo conmigo mismo como con la necedad que nos gobierna a todos los niveles y en todos los ámbitos. Pero también soy sumamente misericordioso con tantos que, atrapados por ella, la sufren sin la más mínima oportunidad de protegerse de una justicia "interesada", de diseño, enrevesada, desprovista de todo iusnaturalismo y articulada en la justicia concertada o en la pantomima de la defensa gratuita. Y a esto él, yo y todos lo llamamos engoladamente Justicia…

Por último, alegar que somos humanos y que nadie ni nada hay perfecto es sustentar la tesis, con la que no estoy en absoluto de acuerdo, de que el juez hace mejor justicia que el jurado popular. Es mucho más fácil que una persona sucumba a su propia debilidad y a las influencias externas, que las pasiones, la sugestión, la emotividad o el dinero decidan por el grupo.

>> Autor: Jaime Richart (20/09/2011)
>> Fuente: Jaime Richart


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