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PEDAGOGÍA Y SERENIDAD
La causa de la causa...

-Según algunos parece ser que la peor noticia que ha recibido este país en muchos años es que un 50% de los niños y niñas de entre 11 y 12 años que viven en Madrid son incapaces de realizar el mínimo esfuerzo deductivo que supone responder a esta pregunta:

- "¿En qué año murió Julio Verne si murió hace cien años?" (Resultados de la prueba realizada por la Consejería de Educación de la Comunidad entre alumnos de sexto de primaria). La segunda peor noticia nos la dio el pasado mes de septiembre la OCDE: el 33% de los adolescentes españoles es incapaz de superar el bachillerato, frente a Alemania o Grecia, donde sólo fracasa un 3%; Irlanda, donde lo hace un 8%, o Francia e Italia, con un 18%. Nada extraño si a los 12 años nadie les ha enseñado a pararse ni un segundo a pensar. (Datos facilitados por Soledad Gallego Díaz)

Si se preguntase a una persona medianamente instruída de más de 60 años de nuestro país a qué atribuye semejante fiasco, sabría inmediatamente cuál, entre otros motivos estrictamente técnicos, pedagógicos, es la respuesta principal: no hay serenidad en ninguna parte. El país entero y determinadas zonas del mismo, por unas u otras causas vive en un permanente clima llamémosle de turbación. Turbación, porque la palabra crispación parece reservada sólo para la trifulca política. La turbación lo empapa todo. Y sería demasiado ingenuo pensar que las aulas y el alumnado se libren de sus efectos. Hasta allí llega el incesante eco de personas y colectivos que no saben hacer otra cosa que tirarse por puro gusto los trastos a la cabeza. Sí, porque una cosa es debatir y otra discutir; una cosa es discrepar y otra ofender; una cosa es no estar de acuerdo en algo en algunos aspectos y otra enmendar la totalidad de una propuesta. Una cosa es aportar ideas y otra tener preparado de antemano el "no estoy de acuerdo" por sistema y para todo.

Así vivimos todo el día, y eso lo respira el alumno y el educando, dentro y fuera de las aulas. ¿Quién puede sustraerle a esa atmósfera irrespirable que lo es para la inmensa mayoría de los adultos que sin embargo la respiran y hasta terminan disfrutándola morbosamente como el secuestrado acaba a menudo con el síndrome de Estocolmo, que no es otra cosa que acabar convencido el secuestrado de que el secuestrador tenía probadas razones para secuestrarle?

Y sin embargo la serenidad es clave para el aprendizaje de lo que sea. Difícilmente puede hacerse cargo quien escucha de lo que comporta una enseñanza, si no tiene el espíritu abierto y preparado el ánimo para escucharla. Y un pueblo, entendido como un conjunto de personas que viven en paz, aman la paz y la cultivan no vive en un clima de verdadera paz psicológica cuando le recorre en superficie y subterráneamente, a todas horas, la crispación, el griterio, la animosidad de los políticos de unos territorios contra otros; cuando los planes de enseñanza y los libros de texto cambian cada dos por tres; cuando muchos profesores viven azarosos porque no saben qué va a ser de ellos el año siguiente si el colegio no les renueva el contrato. No hay serenidad, cuando los medios de comunicación que todo lo pueden magnifican los problemas pequeños y achican los grandes, cuando tratan de sofocar la insatisfacción de grandes porciones de población unas veces y otras la atizan. Cuando no sólo no dejan fluir con naturalidad, sin exacerbarlos, los hechos y los conflictos sino que los avivan en cuanto parece que empiezan a adormecerse o los convierten en el centro de atención para exprimir esa atención y derivarla, por ejemplo, hacia la publicidad que conviene a los grandes holdings financieros y de mercado...

Parece que esto no tuviera mucho o nada que ver con la incapacidad de un 50% de los niños madrileños de 11 á 12 años para responder a la pregunta de cuándo murió Julio Verne después de advertidos de que murió hace cien años. Pero sí lo tiene, y mucho.

El país está sumido en una mezcla de contiendas internas mal contenidas o espoleadas, y todos: ciudadanos comunes, profesores y alumnos viven inquietos, impacientes, preocupados, víctimas de la ansiedad permanente. No hay más que echar un vistazo a cualquier colectivo, a cualquier programa televisivo que no sea un concurso o una película, a cualquier sesión parlamentaria. Se confunde la divergencia saludable de opiniones o criterios con la trifulca sin posibilidad, jamás, de acuerdo. Todo está bajo presión y todo es demasiado inestable. Cada uno arrima el hombro para desestabilizar: la oposición, las conferencias episcopales, los sindicatos, las familias, los empresarios. Y todo ello, si en pequeñas dosis o con sordina pudiera ser constructivo, al sernos comunicado por megafonía y toneladas de decibelios se convierte en algo repulsivo, desagradable y vomitivo. Para vivir en paz sería preciso no escuchar, no ver y callar.

Pero el caso es que en tales condiciones no hay sitio para la concentración y la quietud interiores. Y quienes sufren las consecuencias de la falta de atención y de concentración necesarias para aprender son los niños, los educandos, los que tienen todavía en el alma una tablilla de cera. Dicen, se dice, que de la discusión sale la luz: mentira; o que eso, la discusión, es la sal de la vida. La placidez y el aprendizaje de las cosas interesantes y hermosas no necesitan de más sal que la del humor que tanto brilla por su ausencia en estas latitudes. Porque en este país la sal y el humor sólo los ponen los grandes filósofos de la crítica que cada día publican un artículo o una viñeta en el periódico. Nada de humor en el ejercicio de la política. Pero es peligroso confiarlo todo a esos artistas, entre otras cosas porque los lectores -esto es otra estadística que consternaría- son muy pocos. Ellos y las parodias de los mimos televisivos no aplacan la sensación permanente de vivir todos en casi una contienda civil que sólo se distingue de la otra en que están prohibidas las armas de fuego.

Aquí no hay quien viva... tranquilo o tranquila. Y encima a la trepidación, a la crispación al malaje se los alaba, se los potencia, se los atiza y se los rentabiliza. El alumno recoge el mensaje subliminal o directo, y se desentiende de todo lo que no sea jolgorio, pelea o cachondeo del peor estilo de todo lo que exija un mínimo de seriedad y de atención.

¿Para qué? nos dirá, y con la razón de los mayores, si se le pregunta a ese alumno que no sabe que Julio Verne murió en 1905. ¿Para qué todo eso que nos enseñan si el mañana es turbio, si la religión es una patraña y la política una jaula de grillos, si la economía de mercado libre será de mercado pero de libre no tiene nada... Si las parejas no se soportan y dejan empantanados a los hijos a la primeras de cambio de sus desengaños? Todo contribuye a lo mismo y lo acusan estas cifras aterradoras sobre lo que habrán de ser las próximas generaciones en España que deberán encargarse de administrarla. O espabilan, espabilamos, o habrá que importar cerebros despiertos, o serán los inmigrantes que permanecen al acecho los que nos dirijan.

Pero insisto, las consecuencias de todo ese maremagnum las paga siempre la parte más débil, el niño y el adolescente. Niños y adolescentes hoy día sumamente precoces que se dan perfecta cuenta de todo; que se dan cuenta de la falta de armonía en que se desenvuelve la vida nacional e internacional; de que todo pasa por el dinero y por los valores materiales; y que sólo eso, el dinero y el placer inmediato es lo que interesa -salvo las sempiternas excepciones- a sus mayores ¿Y por qué no a él también? Así es que no nos extrañemos de su deserción del saber teórico y de su curiosidad por el saber. No nos extrañe que hasta desprecien otras cuestiones de pedagogía que no enseñen el cómo ganar dinero fácilmente aunque sea con artes reprobables según la ética que ya resulta también rancia, o con esa abominable ingeniería financiera que a tan pocos lleva a la cárcel.

La sociedad norteamerica, que lo sabe todo de armas y de ciberespacios no tiene idea de dónde está España sobre la que nada menos que el hermano del emperador sigue creyendo es una república. Mucha menos podrá contestar a la pregunta sobre Julio Verne. Sí, porque ése, el modelo americano, ése que tampoco sabe contar sino es por millones, es el que viene siendo impuesto en la pedagogía, dentro y fuera de las aulas, al alumno a través de muchos conductos que ahora prefiero dejar al margen pero que he señalado en otras ocasiones.

Por eso aprovecho la ocasión para vociferar también yo. Para insistir en lo que ya es una urgencia, una solución inaplazable: el Estado Federal. La única fórmula sociopolítica en la que es mucho más fácil y estimulante ocuparse cada Estado de mimar aspectos de la vida colectiva que otros desprecian o menosprecian. Para potenciar valores que ahora están diseminados, abandonados y desconyuntados porque un espíritu falsamente nacional o nacionalista de tipo centralista desvía todo hacia modelos cuyo centro de gravedad está a seis mil kilómetros de distancia y encima están dirigidos actualmente por incompetentes y canallas.

Cuando las empresas renuncien a una pequeñísima parte de beneficios en provecho de sus trabajadores, los “jefe”, jefecillos y directivos dejen de creerse algo a costa de abusar de los empleados... Cuando los mayores se serenen, cuando todo eso suceda y el comportamiento civilizado e inteligente prepondere, el alumno madrileño sabrá responder fácilmente a la pregunta de cuándo murió Julio Verne, y los alumnos de toda la enseñanza española dejarán de suspender a mansalva. Seguro.

>> Autor: Jaime Richart (15/10/2005)
>> Fuente: Jaime Richart


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