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El destino nos alcanza...

(2131)

LOS OBJETIVOS MARCADOS EN LA CONFERENCIA SOBRE LA BIODIVERSIDAD DE RÍO DE JANEIRO, DE 1992, HAN FRACASADO...
El 45% de los bosques se ha perdido, una cuarta parte de los anfibios, una cuarta parte de los mamíferos y una de cada ocho especies de aves está amenazada de extinción. El mundo vive "una crisis sin precedentes desde la extinción de los dinosaurios", ha dicho Klaus Topfern, director general del Programa de la ONU para el medioambiente.

¡Abandonemos el inútil y estúpido optimismo!, causa directa o remota del estrago que se avecina. Seámoslo sólo si vemos que Occidente se pone manos a la obra...

Hace unos días escribía yo apasionadamente en contra del optimismo. Contra esa clase de optimismo necio y codicioso del presente en el que arranca un futuro tenebroso. Quizá nos salvemos nosotros de la quema, pero dudo mucho que tenga algo de ilusionante el que espera a nuestros nietos y siguientes generaciones.

No hace falta ser augur, ni saber echar las cartas, ni tener facultades extrasensoriales; ni siquiera tener el don de leer en las estrellas. Basta con el sentido común, con no haber perdido la conciencia, con no dejarse aturdir por la efímera ilusión de los espejuelos del milenio. Basta con inferir qué ficha del dominó sigue a la secuencia del test que a la fuerza los dioses de la edad contemporánea, mitad humanos mitad bestias, nos proponen con sus temerarias y temibles doctrinas económicas y belicistas. Basta con dar importancia a la vida del espíritu y no sólo a los sentidos cuya complacencia dura tan poco...

Es entonces cuando vemos qué está sucediendo. Es entonces cuando escuchamos ya el rumor de la catástrofe silenciosa que silenciosamente se aproxima...

La Naturaleza no parece tener plan alguno, pero palpita. Gaia tiene corazón, pulmones, sangre. Responde a la agresión cruel que el ser humano le inflige despiadadamente año tras otro, lustro tras lustro, década tras década. Y se defiende como cualquier estratega. Pero ella, dado su omnímodo poder, indolentemente: unas veces con estruendo, otras con sigilo. Tiene paciencia, ha tenido mucha paciencia. Pero al final no tiene más remedio que reaccionar en consecuencia. Con ruido o sin él pero siempre, sabe que al final es ella quien tiene ganada la partida a quien la daña. El efecto de la globalización impuesta por los monstruos paridos en las entrañas de la tierra, causantes del abismo, se extiende, efectivamente, irrefragable, por el globo: desde los polos hasta el ecuador, desde un océano a otro océano, desde un río a otro río, desde un bosque, una selva, a otro bosque otra selva. En España por ejemplo y en materia hidrológica, se viene saliendo año tras año del trance sólo por un pelo.

Sabemos quién es el artífice del desastre: la especie humana. La especie humana especialmente occidental, a través de estructuras completas, de individuos concretos, de intereses más artificialmente difusos que naturalmente explicables y justificables..

Los individuos van desapareciendo, van muriendo, pero dejan la huella del mal. Emboscados en grupos societarios, holdings, lobbys, monstruos jurídicos; escudados en vida unos en otros para protegerse de los embates de otros individuos que tratan de evitarlo, van pasando por la faz de la Tierra dejando tras sí mecanismos de exterminio e ideas que en sí mismas comportan la destrucción sin fin. Creen, o no les importa saber que no es así, que la Naturaleza puede soportarlo todo. Que nadie debe pagar tributo alguno por el permanente daño. Sin embargo, ya sabemos cuál es el precio: la devastación galopante, la extinción vertiginosa de vida y de principios de vida. Y ya sabemos quién habrá de pagar el tributo: nuestros inmediatos descendientes. Y también sabemos, que la herencia que les lega esta civilización abominable, no es renunciable...

Son muchos los signos de que habiendo sido la Naturaleza con el ser humano infinitamente más generosa de lo que el ser humano merece, empieza a devolver a la playa los cadáveres... No son, ni serán, los tsunamis lo peor que pueda esperarse. La Naturaleza, en su evolución, no da saltos salvo que se la violente. No tiene por qué ser impaciente: le bastará provocar sequías prolongadas; hurtar al ser humano agua potable; no permitir pastos ni cosechas. Y entonces el humano, torpe, débil y pretencioso, empezará a comprender cuál es el destino. Una tradición, un vaticinio viejo, asegura que el fin del mundo (el de esta civilización), tras haber sido el fin de la anterior por el Diluvio, será por fuego.

Aparte de que vivir desoladamente en un desierto donde sus ascendientes vieron un vergel es ya de por sí una tragedia, el egoísmo y el lujo de nuestras generaciones (las occidentales), su despilfarro y principalmente el de los individuos y colosos económicos omnipotentes, nos está obligando a preparar a nuestros nietos sólo para la supervivencia. Dudo que el "móvil" y el coche, probablemente para entonces inmóvil, les baste de consuelo...

Porque al final es Chomsky, "idealista realista", como yo, quien lo dice : "Si las cosas no cambian, estemos seguros de que irán a peor".



Insertado por: Jaime Richart (25/01/2005)
Fuente/Autor: -Jaime Richart
 

          


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