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Un código para no ser infeliz

(1738)

REFLEXIONES...
La felicidad no existe en estado puro, porque siendo un bienes­tar momentáneo va asociado a la tris­teza anticipada de per­derla.

II.—No te rebeles frente al destino.
Pero haz todo lo posible por ser dueño de él, ade­lantándote a crear tus propias circuns­tancias en lu­gar de dejarte arrastrar por ellas.
Los antiguos decían que “los dioses ayu­dan a los que acep­tan y arras­tran a los que se resisten”.

III.—Si te inclinas a creer en un Dios, cree fir­memente
No permitas entonces que se apodere de ti el te­mor a su justi­cia.
Preocúpate en este caso de disfrutar de la obra de su crea­ción, más que de venerar al Creador. Porque ¿no te parecería estú­pido que en lugar de recrearte es­cu­chando su música te dedicases a adorar al com­posi­tor?

Tenlo por cierto: si existe el pecado o crees en él, eso será todo lo que hagas o pienses traicionando a tu conciencia y sobre todo a tu auténtica naturaleza.

IV.—Si no puedes creer en un Dios…
No te atormentes con la duda: nunca re­solverás con tu es­fuerzo in­te­lectivo una cuestión que realmente no han resuelto ni re­solverán jamás los hombres.

Vive entonces simplemente con arreglo a la ley na­tural gra­bada en tu corazón, y no te preocupes: si existe ese Dios y tú no lo crees, ten por seguro que será condes­cendiente con­tigo, porque tú y tu insigni­ficancia en medio del cosmos le harán contemplarte con la misma ternura que a ti te inspiran un recién nacido o la actitud desa­fiante de un niño.

V.—No hay por qué aferrarse a una única ver­dad posible
Lo sabio es admitir verdades diversas y al­terna­ti­vas. La histo­ria del hombre es una suce­sión de erro­res y de es­fuerzos para corregirlos…

VI.—No tengas mala conciencia por no ser “reli­gioso”; pero tam­poco menos­precies a quien dice serlo
Las religiones —todas— tienen el fin de dar sen­tido a la vida, aliviar la angustia y pro­porcionar pautas mo­rales. Todo, para hacer po­sible la so­ciedad humana, y también porque tú no tenías aún capa­ci­dad para dis­cernir por tu cuenta.

Si te decides a ser religioso, no andes perdido ni si­gas esa reli­gión “por si acaso”. Es preferible que cons­tru­yas tu propio código de com­porta­miento haciendo de él tu religión. Así podrás ser sacer­dote y confesor de ti mismo…

VII.—Sin embargo, si pierdes el norte y te ataca la deses­pe­ranza, piensa en que es posible que un Princi­pio su­premo venga rigiendo el or­den del mundo a lo largo de toda la historia de la humani­dad, aun dentro del desorden apa­rente

VIII.—Si pasa por tu cabeza la idea del sui­ci­dio, piensa que ya tendrás tiempo para estar muerto; sea para la Nada sea para la eternidad

IX.—Acepta la idea de la muerte como algo natu­ral que ocurre a cada instante.
Piensa que nadie se libra de ella; para su bien, por­que una vida te­rrena eterna sería insoportable.

Ten en cuenta, además, en relación a la vida des­pués de la muerte, que nada se ha podido probar hasta ahora y todo es posible. Por eso, y por­que es ingenuo aceptar una sola hipótesis renunciando a otras también posibles, imagina la otra vida como más te agrade… esa vida en paralelo que siempre soñaste, que no te ha sido posible realizar y que ya no es tiempo de vivirla, la vivirás cuando mueras…

X.—La muerte debe ser, en fin, la culmi­na­ción del pro­pio des­en­volvimiento y desarrollo per­sonal.
Este puede ser uno de los sentidos de la vida.
Sé resueltamente optimista en cuanto a las posibi­li­dades de otra vida superior después de la muerte.

XI.—El dolor natural es necesario.
No te apresures a evitarlo. Sólo habiendo sufrido puedes sa­ber de la importancia del do­lor y gozar de su au­sencia; como sólo después de can­sado disfru­tas del descanso. Sin em­bargo, si te lo provocas bus­cando el con­traste, debilitarás tu espíritu y em­bota­rás tus senti­dos y lo harás más inso­portable que si viene naturalmente solo.

Puedes, en cambio, curar los males del es­píritu con el pensa­miento, y los del cuerpo sirviéndote de la fuerza del espíritu.

XII.—Cuando te llegue una adversidad física o moral, piensa en quienes sufren más o carecen de lo más indispensa­ble
No dirijas tu atención hacia quienes pasan por una fase fa­vorable de su vida, y ello quizá en apa­riencia.

XIII.—Acepta con buena disposición los con­tra­tiempos, y alé­grate de que sean lle­vaderos
Ten presente que si no te hubiera acom­pañado la suerte, hubieran po­dido ser más gra­ves e incluso haber provo­cado tu ruina moral o material.

XIV.—Valora tu suerte por lo que disfru­tas y no por lo que te falte
Ten presente que iría contra la ley del equi­librio universal que go­ces, tú y los tuyos, de buena salud, de éxito, de prosperidad y del aprecio de los demás, todo de manera prolon­gada y al mismo tiempo.

XV.—No te ufanes del éxito ni te permitas su­frir dema­siado por tu fracaso.
Con frecuencia la buena suerte de hoy es el co­mienzo de una fase dolorosa de la vida; y, por el contra­rio, un fracaso suele ser la se­milla de la dicha de ma­ñana.

XVI.—Sitúate como espectador de ti mismo y de la vida.
Considera la vida como un inmenso labo­ratorio donde puedes re­crearte con tus propias experiencias; no demasiado arriesga­das, por­que estás sujeto a las reglas que tu edad, tu cultura, tu cir­cuns­tancia, tus atavismos y aun la censura de tu conciencia te dic­tan. Si no las respetas te sobreven­drá el espanto.

Pero al mismo tiempo renueva despaciosamente esas re­glas y co­rrige las que vienes empleando con excesivo arti­ficio y las que se avie­nen mal con tu natura­leza..

XVII.—No intentes imitar a nadie; ni su com­por­ta­miento ni sus ideas.
Sé tú revelándote a ti mismo quién eres. La verdad está en ti. Esfuérzate en ex­traer y utilizar las rique­zas que se esconden en ti.

Sé original, sin extravagancia. Trata de ser siempre creativo, sin perder de vista la vulgaridad de tu en­torno para no verte sumido en un mundo excesiva­mente ficticio e irreal.

XVIII.—Procura pensar siempre por tu cuenta y no te de­jes ven­cer por nada extraño a tu espí­ritu.
Rechaza la maledicencia y no te dejes cautivar por la propa­ganda ni por la elocuencia. La elocuencia en­cierra a menudo los mayores errores y las contra­dic­ciones más peligrosas emboscados en la ve­he­mencia y el adorno verbal.

Ahorma tu criterio sobre todo lo que te inte­r­esa, pero sé tolerante con las opiniones aje­nas. Sé, en suma, condes­cen­diente con los demás pero intransi­gente contigo mismo.

XIX.—Revisa esporádicamente tus ideas: nin­guna es real­mente inconmovible. Si ahora te sientes conven­cido por al­guna, considé­rala verda­dera y útil sólo provi­sionalmente. Esto te permitirá sen­tirte siempre cohe­rente

Sin embargo, esfuérzate en concebir dos o tres pensamien­tos que, como el oro, puedan tener para ti un valor intemporal. No permitas que los sentimien­tos inva­dan el ámbito de tus pensamien­tos; con­trola los pensa­mientos por medio del espíritu, y los senti­mien­tos por las ideas. Pero abandónate a los senti­mientos que provienen de la emoción esté­tica.

Llora cuanto desees. No reprimas el llanto; el llanto cura o al menos alivia las enferme­dades del alma.

XX.—Goza con moderación de los senti­dos.
Cuanto menos abuses de los sentidos, más tiempo y más in­tensa­mente gozarás de ellos, y más de los placeres del espí­ritu.
Cuanto más cultives el espíritu más disfrutarás de los senti­dos.

XXI.—Trata de hacer compatible la seriedad y deseable per­fec­ción en tu trabajo habitualy en tu vida privada, con el buen humor y la imagi­nación
Observa el lado positivo y amable de casi todas las situaciones y mo­mentos.

XXII.—Ejercítate en adquirir la audacia nece­saria para sobre­vivir y estar preparado para soportar cualquier grave contra­tiempo
Algún día puede serte útil; sobre todo si hubieres fracasado a pe­sar de tus esfuerzos en una sociedad implacable con el débil.

Además, con demasiada frecuencia el instinto na­tural se atrofia por la presión civilizadora, y en la sociedad como en la Natura­leza sólo se alza y resiste el más fuerte.

XXIII.—No te comprometas con ideologías, ni tendencias, ni fi­lo­sofías, ni doctrinas.
Si puedes, conócelas; pero no seas gregario y que tu participación sea siempre sin compromisos que dudes vayas a poder cumplir.

XXIV.—Procura lo necesario para vivir digna­mente
Pero no dejes que se apodere de ti la codicia. Y piensa que, por mu­cho esfuerzo que hubieres hecho para merecer lo que tienes, muchos otros también lo hicieron y, aun con más méritos que los tuyos, no triunfan y apenas con­siguen sobrevivir.

No confundas tus convenien­cias personales con el interés colectivo. Usa de tus cosas con un sentido de posesión y de administración pru­dente, y no de pro­piedad “contra todos”. Así las podrás compartir más fácilmente y usarás los bienes comunes con más cui­dado incluso que los tuyos propios.

XXV.—Evita, si te es posible, empleos o activi­dades primados y valorados por su productivi­dad o por cantidad de trabajo

Si no te fuere posible, recuérdate a ti mismo con frecuencia y a quien te paga que trabajas más por tu propia estima que por ganancia. Pero pro­cura activi­dades remuneradas y valoradas más por la calidad y el esmero que pongas en el trabajo.

Podrán ser más gratos o mejor gratificados, pero no consideres que haya trabajo más “digno” que otro.

Reserva el tiempo preciso para el ocio bien enten­dido, es decir no como hol­ganza que debilita.

XXVI.—No te empeñes en evitar a toda costa los problemas que se te presenten.
Uno de los atractivos de la vida es resolverlos; y piensa que lo más importante de un pro­blema es un buen planteamiento: toda posible solución comienza por un plan­teamiento adecua­do. Como la curación de la enfermedad en el diagnóstico atinado.

XXVII.—Practica cualquier arte o actividad manual, o al me­nos dedica diariamente tiempo para la música y la lectura

XXVIII.—Haz ejercicio físico moderado todos los días y come con frugalidad; de todo, pues el hombre es om­nívoro

XXIX.—No trates de interrumpir enseguida el proceso natural de las enfermedades.
Evita la asistencia médica y la medicación inmedia­tas. Permite que la propia enfermedad vaya gene­rando sus propias defensas y contra otras.

XXX.—Conoce y respeta las reglas de la convi­vencia social, pero elúdelas discretamente siempre que te sea posible.

Procede de la misma manera con todas las leyes en general, sobre todo cuando a tu juicio carezcan de justificación moral suficiente.

XXXI.—No te obstines en que otros se sirvan de tu experien­cia, ni trates de persuadirles o disuadirles de hacer lo que se propo­nen hacer.
Lo que para ti fue un fracaso para otros puede ser su fortuna, y lo que te fue favorable, para otro puede ser causa de su desdicha.

XXXII.—Confía siempre en el hombre, y ház­selo saber así, aunque tengas malas referen­cias suyas. Así le obligarás mo­ralmente y en re­ci­procidad a confiar en ti.
El hombre es bueno; quiere ser bueno, pero es dé­bil, y su debilidad le hace cobarde y agresivo al mismo tiempo. La cobardía y, sobre todo, su igno­rancia de los secretos de la Naturaleza en contrapo­sición a los es­tragos que le ha producido su expe­riencia social, hacen del hom­bre un ser del que, en general, hay que guardarse. Sin embargo, cree en él. Cuando te hubiere engañado, apártalo de ti o dale otra oportunidad… pero sigue creyendo en el hom­bre, una y mil veces: es la mejor protec­ción contra su debilidad, su miedo y su empeño en sacar ven­taja a tu costa.

XXXIII.—Esfuérzate en descubrir en ti el genio o el torrente crea­tivo.
El hombre carece de verda­dera sensibilidad o bien es enfermiza. Solamente de la mujer es la sensibili­dad natural; pero sólo el hombre, a través de la ins­piración que la sensibilidad de la mujer le transmite, ha sido capaz de crear algo grandioso. Y crea, preci­samente porque no puede procrear. Por eso, hasta ahora al menos, sólo en el hombre estuvo alojada la semilla del verdadero genio.

XXXIV.—Respeta a los hombre y mide su cate­goría sólo por la nobleza que te llegue de su espí­ritu; también por su capacidad creativa

Sólo unos cuantos crean; el resto de la humanidad, sin hacer aportación alguna que valga la pena, se li­mita a beneficiarse de la inteligencia y de la perse­verancia de aquéllos. Pero por principio, nadie tiene más derecho a ser respe­tado más que los otros.

XXXV.—Sé comprensivo con las actitudes rei­vindicativas de la mujer de nuestro tiempo.
Respeta sus anhelos igualitarios. Pero recuérdale que sería odioso y, en ciertas cosas, imposible inver­tir el papel biológico que uno y otro tiene en la Na­turaleza; que lo deseable es construir entre ambos un sistema de in­tercambio de valores y atenciones basado en el prin­cipio de reciprocidad, teniendo en cuenta cada circunstancia, y no en el de hegemonía; que el “machismo” no debe sustituirse por el “hem­brismo”, y, en fin, que la meta conjunta de hombre y mujer debe ser la reafirmación de un vigoroso perso­nalismo en el que hombre y mujer conserven, cada uno, las limita­ciones y grandezas de su sexo.

XXXVI.—Si tienes hijos, dales una formación basada princi­pal­mente en tu ejemplo y en ex­citar su curiosidad hacia los fe­nóme­nos natu­rales principalmente y los sociales

En lo que te sea posible, confía su educación a quien puedas cos­tear, pero siempre sin excesivos esfuerzos. Y en ningún caso esperes mucho de tus hijos, ni consideres los gastos de su instrucción como una inver­sión ni siquiera en beneficio de ellos.

Sabe que suele uno empezar exigiendo mucho a los hijos, esperas gran­des cosas de su talento... pero terminas conformándote con que no sean desgracia­dos.

XXXVII.—Deja que tus hijos hagan pronto su voluntad.
Está al tanto de sus cosas; vigílales desde lejos para evitarles da­ños irreparables pero no te entro­metas en su vida por desviada que te pa­rezca.

Permite que se equivoquen ellos solos. Si se equi­vocan por tu con­sejo, nunca te lo perdonarán.

XXXVIII.—Da gran importancia a la amistad, pero aprende a vivir solo.
Elige tus amigos por razones de afinidad y por sus cualidades personales, no por su categoría social o por su posición económica.

Si quieres conservarlos, no abuses de su trato, no les pidas favores, ni trafiques con ellos ni con su in­fluencia. Respeta a todos pero alé­jate de quien no te respete.

XXXIX.—Procura vivir en compañía y aprende pacientemente a convivir con tu pareja.
Ensaya en los registros y resortes, casi infinitos, que tiene quien com­parte tus días y tus noches; y ambos dejaros mutuamente ma­nejar como un ins­trumento musical delicado o como una tablilla de cera.

En los momentos difíciles y críticos de vuestra vida, no te engañes cre­yendo que con otra persona serías más feliz. Recuerda una vez más que tu felicidad y, a veces la de los demás, dependen de ti solo. No es­peres reci­birla de los otros. En cualquier caso, la sen­sación de feli­cidad más intensa es la que experi­mentamos cuando causamos alegría en los de­más. Al menos es la manera de hacer la vida más lle­vadera.

XL.—Instruye a quien corresponda para que en los momentos de la muerte no se alargue innecesariamente tu vida y tu ago­nía.
No hay razones sólidas para oponerse a la eutana­sia. Quien se opone a ella es porque sigue los dicta­dos de otros, o quizá porque tiene secretos recursos para resol­verse a sí mismo su muerte digna

XLI.—Evita a todo trance los procesos judicia­les.
Encuentra siempre una solución amigable: es pre­ferible que cedas mu­cho de tu derecho a verte en­vuelto en un pleito. Por ello, procura crearte los me­nores intereses posibles, y en cuanto a los que hayas ya adquirido, defiéndelos con la máxima largueza.

En todo caso ceder te proporcionará mayor bienes­tar que una ruin obs­tinación en defender tus dere­chos.
En cuanto a las cuestiones de honor, sitúa tu propia estima por en­cima de tu reputación.

XLII.—Ama a tus padres al menos en la me­dida en que te amen; pero no te sientas obli­gado a amarles sino por lo que te sientas amado. A tus hijos, ámalos en la medida que desees te correspon­dan

XLIII.—La mejor herencia que puedes dejar a tus hijos es hacer que ellos lleguen a ser due­ños de sí mismos.
Renuncia por adelantado —al menos moralmente— a lo que puedas re­cibir en su día en herencia.

Ten presente que las cuestiones hereditarias crispa­das, antes de produ­cirse y después cuando se de­claran, suelen ser paradójicamente causa próxima o re­mota de males, en­fermedades y ruina.

XLIV.—Nada en exceso; ni siquiera la bondad ni la higiene.
La bondad excesiva irrita y origina malestar en el entorno. Muestra también tus imperfecciones. A veces hasta conviene exagerarlas. El ser humano es perfecto en su mismidad. Y es él en todo caso quien tiene que rendirse cuenta a sí mismo de sus debilida­des. Es en sociedad donde comienzan los defectos y carencias... Los defectos son sólo "sociales".

La excesiva higiene favorece el contagio de enfer­medades y hace más vulnerable tu organismo.

XLV.—Ama, en fin, tu libertad hasta el extremo de negarte a ti mismo abusar de ella...

Pero recuerda:
XLVI.—Para la realización integral de tu vida, es preferible que los necios digan de ti que es­tás loco a que los inteligentes piensen que eres vulgar...

* Información extraída de

Insertado por: CERCLEOBERT (17/09/2004)
Fuente/Autor: Jaime Richart.
 

          


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